lunes, 30 de julio de 2012

Llegando al final.

Una muda petición de socorro se reflejaba en los ojos que le miraban con espanto. La boca, entreabierta, dejaba entrar y salir el aire con un sonido ronco y sibilante cuyo ritmo se aceleraba por momentos. El terrible estertor competía con el borboteo del oxígeno en el frasco de agua para romper el silencio que imperaba en la sala. Unos pasos apresurados y unas palabras a media voz le hicieron volver la mirada hacia la puerta. Dos enfermeros de pijama blanco se acercaban a la cama empujando un biombo. La blanca y ligera tela no tardó mucho en formar una muralla que lo liberaba de contemplar la agonía de quien había sido su vecino de cama las seis últimas semanas.
Se llamaba Agustín Ramírez y había ingresado en la sala de San Cosme el mismo día que él. Al principio le pareció la persona más optimista de todas las que había conocido en su vida. Ni la imposibilidad de tragar alimentos sólidos, ni el perenne incordio del tubo del oxígeno en la nariz, conseguían detener el torrente de chistes y gracias que por cualquier motivo surgían de su boca. A las pocas horas de estar juntos ya le había informado de que había sido camarero en el restaurante El Río hasta el día anterior a la operación, bastantes meses después de que le diagnosticaran el cáncer de pulmón. El tabaco, dice el médico. Puede que sea verdad. A fin de cuentas, fumar, lo que se dice fumar, he fumado. Dos paquetes de caldo de gallina al día, y comencé a los catorce. El primer día de estancia en la sala, apenas terminado de instalarse y sin darse un momento de reposo, le había hablado de su familia. La evocación que hizo de su difunta Luisa había sido un canto al súmmum de las virtudes conyugales. Mucho menos fervoroso fue el elogio que dedicó a sus dos hijos. La relación con ellos debía ser bastante menos fluida y mucho más esporádica; uno vivía en Málaga y el otro en Barcelona
La operación, a la que se había sometido Agustín nueve meses atrás, no había servido para gran cosa y el tumor, dotado con nuevos bríos, le estaba cerrando los bronquios además del esófago. A la dos semanas de llegar al hospital su respiración se fue tornando difícil y la angustia comenzó a apoderarse de todo su ser. La alegría y la cháchara de los primeros días dieron paso a silencios taciturnos y a un miedo pánico, perceptible en la expresión suplicante de su mirada. En los dos últimos días ni una sola palabra había salido de su boca.
Durante la noche, el continuo ajetreo tras el biombo no le permitió pegar ojo. La voz suave y enérgica de sor Herminia le mantenía en alerta. Las órdenes de la monja a los enfermeros se alternaban con las palabras de consuelo dirigidas a Agustín. Avanzada la madrugada, el runrún monótono del rezo del rosario se alzó sobre el sonido irregular de la respiración del moribundo. Sin apenas darse cuenta la machacona salmodia lo fue sumiendo en un venturoso duermevela. Faltaba poco para el amanecer cuando un significativo silencio precedió al rodar de la camilla. Un rato más tarde los enfermeros retiraron el biombo. La cama, desnuda de ropas, era el único testimonio del final de una vida.
El grupo de médicos y estudiantes se alejaba por el pasillo tras girar la visita de la mañana y el silencio se adueñaba rápidamente de la sala. Estaba semincorporado sobre el codo izquierdo, con la espalda apoyada en la almohada. Como cada mañana pasaba revista a la amplia estancia: de las dieciocho camas, cinco estaban vacías.
El suelo de San Cosme estaba pavimentado con mármol blanco. Eran losas enormes, casi tan grandes como las camas. Al principio su visión le había causado un enorme malestar pero, al cabo de unos pocos días, la curiosidad prevaleció sobre la aprensión y el suelo se convirtió en un entretenimiento. Cuánto tiempo lleva esto así. La pregunta se la había hecho a Julio, el enfermeros más viejo de la sala. No se lo puedo decir, pero yo llevo más de veinte años en el hospital y siempre lo he visto tal como está. Estoy acostumbrado a verlo y no les presto atención, pero a muchos de los que entran por primera vez los sobrecoge. He conocido algunos enfermos incapaces de mirarlas. Lo peor es para los familiares de los que están graves; más de uno sale de la sala llorando a causa de ellas. No les hubiese costado ningún trabajo ponerlas por el otro lado. Creo que en eso se equivoca usted; seguramente las otras caras no están pulidas. Tiene razón, debieron ponerlas boca arriba para ahorrar trabajo y dinero. El recuerdo de la conversación le hizo sonreír. Miró de nuevo la losa que quedaba al lado derecho de su cama: R.I.P. Dª Emilia Bustamante y Bustamante. Jaén 1821-Sevilla 1887. Tus hijos y tu desconsolado esposo no te olvidan. Se sabía de memoria la inscripción de la losa, como las de todas a las que alcanzaba su vista.
Los pocos amigos y parientes que lo habían visitado en el hospital se habían quedado asombrados por lo macabro de la solería. Especialmente notable había sido la indignación de María, su nuera, el primer día que habían ido de visita. El capellán del hospital fue el único que consiguió apaciguarla. Fue un convenio entre la Diputación Provincial y el Ayuntamiento. No había dinero para pagar pavimentos nuevos y en el cementerio se retiraban cada día las lápidas de las sepulturas que no se renovaban. En aquella época, igual que ahora, los sepultureros se las vendían por cuatro cuartos a los marmolistas, que las reutilizaban de forma más o menos honrada. Más de uno se llevaría una buena sorpresa si viese las lápidas de sus parientes por las caras de atrás. Emplearlas para estos suelos puede parecer fúnebre, pero es una forma de ahorrarle dineros a la diputación. A fin de cuentas, añadió el capellán, no es malo que los enfermos mediten un poco sobre lo efímero de nuestra existencia.
La rutina hospitalaria con su trajín mañanero había mantenido lejos de su mente los acontecimientos de la noche, pero al restablecerse la tranquilidad se le volvieron a hacer presentes los ojos horrorizados y suplicantes de Agustín. Intentó eliminar todo lo sucedido de su pensamiento pero, asaltado por la certeza de una muerte próxima y por la fugacidad de una vida que se le escapaba, le fue imposible alejar de su mente la terrible mirada. Solamente Dios sabía lo que le esperaba. Lo único seguro era que al día siguiente poco después del amanecer, los mismos enfermeros, armados con la misma camilla que había servido para sacar a Agustín del mundo de los vivos, volverían a entrar en la sala para llevarlo a él al quirófano.