sábado, 27 de octubre de 2012

Mis mejores deseos para Cataluña.

Muchas veces he manifestado la inconveniencia y la imposibilidad de obligar a nadie a sentirse español. Los catalanes parece que están llegando, de forma casi unánime, a un acuerdo para denostar a España y a todo lo que de ella les llega y para reclamar un estado catalán independiente, estado que sin lugar a dudas estará preñado de bienestar y progreso.
Yo no me siento ya con fuerzas para intentar rebatir los argumentos en que asientan esas falsas historias de Cataluña y España que, gracias a una impresionantemente bien implantada Formación del Espíritu Nacional (espíritu catalán y nación catalana, naturalmente), han impregnado el alma de una población que, curiosamente, está formada en más del cincuenta por ciento por inmigrantes del resto de España y sus descendientes de primera y segunda generación. Tampoco me considero capaz de rebatir esa falsa historia económica que convierte a los catalanes en las víctimas humilladas  de una depredación implacable, practicada por los castellanos y sus adláteres (léase, por los españoles todos) desde el principio de los tiempos. Creo que a los cantos patrióticos y las leyendas  histórico-políticas de ese pueblo cultísimo, martirizado por muchas generaciones de sádicos celtibéricos carentes del seni catalán, solamente podemos responder con nuestros mejores deseos para la nueva nación  y, una vez se consume la secesión,  esforzándonos en olvidar lo antes posible de la agresión constante a la que nos han sometido durante decenios.
Deseo de todo corazón  que los catalanes puedan vender todos sus productos, agrícolas e industriales, sin tener que rebajarse tratando con miserables compradores españoles. Deseo a los catalanes con el alma en la mano que, en enaltecimiento y protección de su lengua, sus gobernantes prohíban la impresión, en todo el territorio catalán, de escritos en lengua española  y castiguen con penas de prisión, o con la amputación de una oreja, la difusión de cualquier mensaje en tan repugnante idioma. Deseo fervorosamente que los catalanes encuentren una droga que ingerida por niños y adultos (obligatoriamente, claro) les haga vomitar cada vez que, inconscientemente, pronuncien una palabra en la lengua de Cervantes. Deseo sinceramente a los catalanes que los alemanes tengan a bien cambiar el nombre de SEAT por el de SCAT, aunque resulte menos eufónico, y que estén igualmente de acuerdo en reducir la producción de la fábrica de Martorel para adaptarla a la pérdida del despreciable mercado español. Deseo a los catalanes sin ninguna doblez que puedan transformar La Caixa en el Banco Nacional de Cataluña, aunque algunos españoles cancelemos nuestras cuentas. Deseo venturosamente a los catalanes que los ugandeses, libaneses, malteses y otros grandes pueblos declaren el puerto de Barcelona de interés para sus naciones, y así poder compensar la previsible disminución del tráfico de esa instalación marítima cuando deje de ser una de las más importantes puertas de España. Deseo cordialmente que los Catalanes encuentren la forma de que el AVE (deberán cambiarle el nombre, naturalmente, ¿AVC?) que comunica sus cuatro capitales de provincia logre alguna subvención (de Arabia Saudí, por ejemplo) para poderlo mantener en funcionamiento cuando el resto de los españoles dejemos de costear su déficit. Deseo ardientemente a los catalanes que los franceses cambien sus gustos en cuestión de chacinas y embutidos para que los señores de Casa Taradellas, Casademont, y otros muchos industriales, tengan la posibilidad de vender sus salchichones y butifarras antes de que se pudran en sus almacenes. Deseo con la mayor humildad que todos los vinateros del Penedés  encuentren mercado para sus tintos, blancos  y espumosos sin tener que entenderse con los tiranos incultos que durante siglos han esclavizado a su pueblo y se han bebido sus caldos. También deseo a los catalanes que su red de embajadas crezca hasta abarcar el universo entero y que la lengua catalana sea adoptada por la ONU como lengua única y oficial para la concordia universal.  Deseo igualmente que los catalanes disfruten la rebaja de impuestos, la subida de pensiones, las mejoras sin límites en la protección social, que el señor Mas y sus colegas les han prometido para el ansiado momento en que la noble tierra de las cuatro barras de sangre sea ya la Tierra prometida y los catalanes hayan arrebatado a los judíos su condición de pueblo predilecto del Creador. Deseo finalmente que los catalanes puedan cantar armoniosamente el himno de los segadores cuando crucen  los umbrales de la nueva Jerusalén llevando a la cabeza a su Moisés barcelonés (el abad de Monserrat a la limón con don Oriol Pujol escoltarán al Sr. Mas que marchará bajo palio de oro y brocado portado por legítimos herederos de Wilfredo el Velloso). ¡Gloria a la Nueva Cataluña! ¡Alabado sea el Señor y bendito su Santo Nombre!

La desafección nacional.

Creo que los argumentos expuestos en esta entrada del blog de la primavera pasada se ven reforzados por los acontecimientos un día tras otro. Día a día se comprueba como el "buenismo nacional" no sirve para que los nacionalistas encuentren encaje en nuestra España, por muy "Plurinacional" que queramos hacerla y por muy "inclinados al diálogo" que se muestren nuestros dirigentes. Espero que Dios o los hados protejan a España, ya que los españoles somos incapaces de hacerlo.

Entre pitos y flautas.

Varios decenios han transcurridos desde que los nacionalismos, moderados y radicales, se percataron de la inconsistencia de la "Nación Española" e iniciaron, sin prisas pero sin pausas, el camino de la secesión de sus "naciones históricas". Un rosario infinito de actuaciones incontestablemente contrarias a la letra y al espíritu de la Constitución han ido jalonando la vida política española desde que se reinstauró la democracia hasta nuestros días. Muchas de esas actuaciones destacan por manifestar un desprecio absoluto a las ideas y sentimientos de una buena parte de los españoles. Un observador neutral podría deducir que los nacionalistas catalanes y vascos están lanzados a una carrera in crescendo de ofensas gratuitas a los que por el momento somos sus compatriotas.

La reciente polémica sobre la premeditada y bien respaldada "pitada" a nuestro Himno nacional durante la final de la Copa del Rey ha puesto de manifiesto una vez más la ausencia de conciencia nacional y el miedo a no ser políticamente correctos de la mayor parte de nuestros dirigentes políticos y de casi todos los periodistas que medran y vegetan en los medios de comunicación. Pero mucho más significativa que la actuación de políticos y periodistas ha sido la indiferencia con la que la gente ordinaria ha acogido el rifirrafe.

Parece ser que el que un buen número de dirigentes políticos nacionalistas pidiese sin ningún recato que los "hinchas" de sus equipos de fútbol se concertasen para pitar y abuchear al Rey y al Himno nacional no debe ser considerado más que como una muestra de la "libertad de expresión". Según ellos y sus apologetas el hecho de que el Himno y el Rey sean símbolos de España y de la convivencia de los españoles no puede ser un obstáculo al "ejercicio de las libertades democráticas". El que las ofensas a los símbolos de la Nación estén calificadas como delitos en el código penal no es, según ellos, más que un residuo de los vicios dictatoriales del pasado. Naturalmente la posibilidad de que al margen de lo que digan las leyes muchos, o pocos, españoles pudieran sentirse ofendidos por el ultraje a sus símbolos no sería más que una muestra de nacionalismo español "ultramontano y democráticamente inadmisible."

Pero la polémica no surgió como respuesta a esa tan democrática convocatoria de los nacionalistas sino como clamor hipócritamente escandalizado contra las manifestaciones de la presidente de la Comunidad de Madrid. Doña Esperanza no hizo más que denunciar la instrumentación política de la Copa del Rey por los nacionalistas y pedir que se adoptasen las medidas necesarias para impedirlo, pero su propuesta obtuvo como respuesta una descalificación irracional por parte de la mayor parte de los dirigentes políticos, incluido su copartidario Basagoiti, y un silencio vergonzoso del resto. Provocadora, irresponsable, extremista, hipócrita, fascista, han sido algunas de las lindezas verbales que esas almas cargadas de talante democrático que dominan el panorama público hispano han dedicado a la autora de la infausta propuesta de que no se permitiese la ofensa a los símbolos de la Nación.

Es curioso observar que son los mismos que predican el respeto a ultranza a las banderas, himnos y otros signos externos de las comunidades autónomas los que minimizan el valor de los símbolos comunes a todos los españoles y restan importancia a los ultrajes que, un día sí y otro también, sufre nuestra bandera. No es cosa nueva: desde los albores de la democracia la enseña nacional ha estado ausente del interior de las sedes de altas instituciones catalanas y vascas, como son los despachos de los presidentes de las dos comunidades, y de las fachadas de un sinnúmero de edificios públicos. Son pocos los países civilizados en los que hay que recurrir a las leyes para intentar que algunas instituciones públicas utilicen la Bandera nacional y en los que dirigentes de partidos políticos supuestamente democráticos promuevan y apoyen “guerras de banderas”.

Entre la presión constante de los nacionalistas y el “no tiene importancia” de las almas bien intencionadas, vemos como España se desliza hacia ese algo “discutido y discutible” que predicaba vesánicamente nuestro nunca suficientemente denostado Sr. Zapatero. Creo que se está acercando la hora de que los españoles nos planteemos seriamente la posibilidad de tener una vida mejor y más honorable en una España más pequeña y unida. Dice el refrán: A enemigo que huye, puente de plata.

lunes, 8 de octubre de 2012

Así está España. ¡Ya nos lo contaba don Benito!


Así hemos venido todo el siglo, navegando con sinnúmero de patrones, y así ha corrido el barco por un mar siempre proceloso, a punto de estrellarse más de una vez; anegado siempre, rara vez con bonanzas, y corriendo iguales peligros con tiempo duro y en las calmas chichas. Es una nave esta que por su mala construcción no va nunca a donde debe ir: los remiendos de velamen y de toda la obra muerta y viva de costados no mejoran sus condiciones marineras, pues el defecto capital está en la quilla, y mientras no se emprenda la reforma por lo hondo, construyendo de nuevo todo el casco, no hay esperanzas de próspera navegación. Las cuadrillas de tripulantes que en ella entran y salen se ocupan más del repuesto de víveres que del buen orden y acierto en las maniobras. Muchos pasan el viaje tumbados a la bartola, y otros se cuidan, más que del aparejo, de quitar y poner lindas banderas. Son, digan lo que quieran, inexpertos marinos: valiera más que se emborracharan, como los ingleses, y que borrachos perdidos supieran dirigir la embarcación. Los más se marean, y la horrorosa molestia del mar la combaten comiendo; algunos, desde la borda, se entretienen en pescar. Todos hablan sin término, en la falsa creencia de que la palabra es viento que hace andar la nave. Esta obedece tan mal, que a las veces el timonel quiere hacerla virar a babor y la condenada se va sobre estribor. De donde resulta ¡ay! que la dejan ir a donde las olas, el viento y los discursos quieren llevarla.
Benito Pérez Galdós, De Oñate a La Granja, pág. 45.