Desde mi más tierna infancia (precioso tópico
ese de la tierna infancia) me fastidian enormemente algunas de las constantes
del comportamiento humano. Me estoy refiriendo específicamente a la tendencia a
ocultar, obviar, camuflar, negar, cuanto de duro, difícil o amargo tiene el
discurrir de nuestra vida en este hermoso valle de lágrimas. Solamente las
melancolías de los enamorados parece tener derecho a escapar a la alegría y
luminosidad que exigimos a todo lo que nos rodea. En la obsesión por lo bueno, bonito y barato
que se ha adueñado de las sociedades desarrolladas, las desgracias solamente
son admisibles a la hora del telediario y siempre a condición de que los
desgraciados sean “otros” y de que se nos presenten sus males de forma "civilizada".
Nunca he podido aceptar la tendencia a
considerar la muerte como un tema proscrito de nuestras conversaciones, como
algo en lo que es mejor ni siquiera pensar, como materia que exige de los
eufemismos para enmascarar sus realidades, como un asunto del que los niños no
deben tener noticia hasta que sean bien grandecitos. Parece que la gente cree que hablando de
víctimas mortales ya no hay muertos o que mirando hacia otro lado
se puede alcanzar la inmortalidad. La búsqueda del disfraz puede que explique
el que ya no exista en los periódicos una sección de necrológicas, ahora tienen
“obituarios”. Necrológico era ya un término demasiado vulgar y el cultismo siempre ha sido muy útil en el camuflaje de las
realidades de la vida; óbito, defunción, deceso, fallecimiento. Todo vale menos
nombrar a la bicha, perdón he querido decir a la muerte.
En lo referente a la enfermedad, otro de los
grandes tópicos de nuestro tiempo, existe una curiosísima dualidad. Las
enfermedades leves, y las crónicas, se han convertido en un tema banal en la
conversación de las gentes. Se puede competir públicamente, en los
supermercados, en las salas de espera de los centros de salud o en las colas de
los cines, para hacer valer la grandeza de los respectivos currículos sanitarios, para loar lo abultado de las historias clínicas. Es algo asombroso,
pero parece que son muchos los que consideran que a más enfermedades y a más
pastillas, ¡más caché! Otro gallo canta cuando el mal supone un peligro para la vida.
Del regodeo goloso en la nomenclatura de las enfermedades se salta rápidamente
al tabú. Si hemos de creer a nuestros medios de comunicación, la gente nunca muere
de cáncer sino de "larga y penosa enfermedad". Pero no son los medios los únicos
que huyen de la realidad. Hay muchos enfermos que prefieren que los médicos no
sean demasiado explícitos cuando les comunican sus diagnósticos y son
muchedumbre los que rechazan que les digan la verdad respecto al pronóstico.
Retrata muy bien nuestra sociedad el terror que despertó en su momento el SIDA.
El terrible mal hizo su aparición en una época en que los habitantes del mundo desarrollado estaban convencidos de que las muertes por enfermedades infecciosas eran
cosa del pasado y que, salvo casos de mala suerte, todo podía arreglarse con
una buena ración de antibióticos. Grande el error y grande el castigo. Pero aún nos
quedan cosas muy curiosas por ver en este asunto. Mucho está costando vencer el VIH, pero ya
tenemos algunos resultados muy interesantes. Los avances logrados en el
tratamiento han sido acogidos con un suspiro de alivio muy justificado, pero desgraciadamente unido a un peligroso retorno a la
creencia de que todo se puede arreglar con unas cuantas pastillas. Por ello
la primera respuesta al avance terapéutico ha sido el abandono de las
precauciones higiénicas básicas por una buena parte de los que están inmersos en conductas
de riesgo. No hay que asombrarse. Se trata de una constante en la historia de la humanidad. El miedo, la negación y la imprudencia han
marcado, marcan y marcarán siempre la relación del hombre con la enfermedad.
Otro tema vedado durante años fue la
pobreza. En las sociedades del bienestar no se podía aceptar la existencia de
pobres. Salarios sociales, programa de integración social, sanidad y pensiones
no contributivas, subsidios de mil tipos. Todo ello con la loable intención de evitar sufrimientos pero también con el hipócrita objetivo de
eliminar de nuestras vidas el desasosiego que produce la contemplación de la
desgracia ajena. Y debo resaltar lo de la contemplación ya que nunca como en nuestros
tiempos se ha cumplido más a rajatabla ese dicho tan cargado de cinismo y de
verdad: “Ojos que no ven, corazón que no siente”. La actual crisis económica ha
puesto en entredicho la capacidad del estado para mantener el medianamente
aceptable nivel de bienestar general que habíamos logrado, ahora resulta inútil
intentar esconder la pobreza. La reacción de una buena parte de la población
está siendo una mezcla de justificado temor con una afectada indignación basada
en la desmemoria y alimentada por intereses políticos. Todo vale menos
asumir que la única solución a la crisis social actual es repartir entre todos los daños producidos por la catástrofe. Basta oír a los representantes de cualquier
colectivo al que se pide un sacrificio para darse cuenta que todos creemos que los sacrificios deben ser solamente para “los
otros” ya que todos estamos convencidos de que "la enorme importancia de nuestra
función social" no admite recorte alguno. Todo el que tiene voz se lamentan de
la pobreza de los excluidos, pero todo el que puede hacerlo intenta eludir el poner su grano de
arena para evitarla.
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