viernes, 16 de marzo de 2012

Copago

Están de moda las "consignas absolutas", e incluso las "palabras absolutas".  En unas circunstancias económicas en las que falta dinero para casi todo, los políticos y los voceros de todos los colores han convenido que "la sanidad y la educación son intocables". Esta intocabilidad se ha convertido en dogma y, en consecuencia, sobre los que alberguen dudas debe caer el anatema. ¡Ay de aquel que pretenda hablar de los mil derroches y dislates que trufan las actuaciones de nuestros diecisiete pseudo ministerios de educación y de los correspondientes diecisiete pseudo ministerios de sanidad! ¡Ay de aquel que insinúe la necesidad de analizar las incongruencias existentes en las jornadas de trabajo y en las guardias de los  médicos! ¡Ay de aquel que intente recordar a tirios y troyanos que en nuestro país tenemos el record mundial de consumo de fármacos! ¡Ay de aquel que, con estudios y estadísticas en la mano, proclame que sin disminuir la calidad asistencial del sistema nacional de salud se pueden racionalizar y reducir sus costos! No. ¡Esas críticas son odiosas y no deben ser toleradas! ¡Todos los objetores del dogma son simplemente capitalistas antisociales y fascistoides!
Según los ayatolás de la intocabilidad, aumentar en un cinco a diez por ciento el número de alumnos por aula o incrementar en dos horas semanales la dedicación real de los profesores (muy inferior siempre al máximo legalmente permitido) hundiría nuestro sistema educativo en los abismos del subdesarrollo. Según esos defensores de los derechos adquiridos no debemos exigir a las universidades que nos expliquen algunos de sus gastos. Dicen que al hacerlo vulneraríamos el derecho que las asiste para gestionar autónomamente sus recursos. Pero ese dinero es de todos los españoles y los problemas de gestión  existen, y no sólo en las universidades. ¿Es necesario y factible gastar dinero en proveer de ordenadores portátiles a todos los alumnos de primaria, al margen de la capacidad económica de sus familias? ¿Son imprescindibles las pizarras electrónicas en los colegios públicos aunque después no exista presupuesto para su carísimo  mantenimiento? ¿Deben ser gratuitos los libros de texto para todos los alumnos?
Decíamos en las primeras líneas que también hay "palabras absolutas". En las  páginas de los periódicos suelen abundar desde hace tiempo las referencias a un vocablo que curiosamente brilla por su ausencia en el DRAE. Estamos hablando de copago, palabra que, según  en la boca de quien, unas veces se demoniza y otras se sube a los altares.
Pero. ¿Qué  significa esa palabra? ¿Qué es el tan denostado o deseado copago? La Academia, tan proclive a aceptar lo moderno, puede que no tarde mucho en aceptarla en su diccionario, pero de momento copago se encuentra en ese interesante limbo que alberga lo indefinido y lo mostrenco. Como todo lo que no tiene dueño, nuestra palabra es objeto de uso y abuso y cada uno la arrima a su sardina libérrimamente. De acuerdo con las reglas de la lengua, copagar debería significar pagar juntos o pagar conjuntamente y, en el sentido en que se viene utilizando, el conjunto lo formarían los sujetos que pagan, no los  objetos que se pagan. Pero, cuando un ciudadano  abona una tasa, o un sobreprecio, para recibir un bien o un servicio financiado con los impuestos, ¿Quienes pagan? El servicio de correos se financia con dinero público. ¿Los sellos de correo son una forma de copago? Los ferrocarriles, RENFE y ADIF, son deficitarias y se nutren de los presupuestos del estado. ¿El pago de los billetes de tren es una forma de copago? Si aceptamos esa forma de entender el término, estamos aceptando que en el copago el individuo se une al resto de la sociedad para pagar lo que "él" recibe. No parece injusto que aquel que recibe el bien contribuya en mayor proporción a su financiación que los que sin recibir nada a cambio lo financian con sus impuestos. Cuando los bienes o servicios en cuestión cubren las necesidades básicas de los individuos, como sucede con la sanidad y la educación (y con otras muchas necesidades que fácilmente se olvidan), la salvedad que se debe hacer al copago es que en ningún modo puede ser causa de que aquellos que carecen de capacidad económica  para afrontarlo se vean privados de algo a lo que tienen derecho. Deberíamos llamar a los copagos por su verdadero nombre, tasas, y en cada caso que se plantee tendríamos que considerar la  conveniencia, o la inconveniencia, de su aplicación con criterios fundados en el sentido común y no en la demagogia.
El pago de un euro por cada receta médica es, en estos momentos, "el copago" en cuestión. Aplicada con las excepciones y salvaguardas necesarias para evitar la formación de bolsas de marginación, esta tasa podría contribuir a frenar la quiebra de nuestro sistema sanitario, que algunos consideran previsible a medio plazo,  y podría tener un efecto sanitariamente positivo al potenciar un menor consumo de fármacos. Aplicar una tasa a las recetas es más "social" que hacerlo a las consultas médicas o las pruebas de diagnóstico. Y quizás  habría que hacer ver a todos  los que demonizan el copago que es mejor un incremento moderado de la aportación directa de los ciudadanos a los gastos de farmacia que los recortes, de difícil control por parte de los beneficiarios, en la adquisición y mantenimiento de los medios y recursos tecnológicos de los hospitales y centros de salud.

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