domingo, 30 de noviembre de 2014

A propósito de la putrefacción nacional.

Traigo aquí otra entrada antigua que mantiene plena actualidad.  Se podría enriquecer, ciertamente, con "tarjetas en negro",  barcenerías vomitivas, podredumbre sindical y otras pestilencias nacionales.
Hay que ser muy optimista para ver la salida del túnel a pesar de la pléyade  de nuevos líderes y lideresas. Pese al firme propósito de no volver a escribir sobre la actualidad política nacional, limitada al separatismo y la corrupción, no tendré más remedio que escribir algún día unas lineas sobre esos nuevos profetas que nos prometen "Días  de leche y miel".

viernes, 13 de enero de 2012


Días de caviar y coca.

Pocos españoles de bien habrán dejado de sentir repugnancia al oír una y otra vez en los noticiarios de radio y televisión la voz gangosa de Ricardo Costa Climent diciéndole a Álvaro Pérez, conocido como en el mundo de la basura y la podredumbre como el Bigotes, "necesito cien gramos de caviar...   para la cena de nochebuena".  Estas líneas  las escribe alguien que se encuentra entre aquellos que no pueden ni podrán comprender jamás que un partido político, en este caso el Popular,  admita en sus filas, confíe puestos de responsabilidad y, llegado el caso, proteja, a individuos que, en cuanto abren la boca, son fácilmente encajables en la categoría de los seres babosos y rastreros. Pero el señor Costa no está solo en el mundo de la inmundicia. El juicio que se desarrolla en Valencia está siendo demoledor para los encausados y, tras las declaraciones de los testigos y la audición de la grabaciones, es difícil entender como el señor Camps pudo llegar a ocupar la presidencia de la Generalidad valenciana. Está quedando claro que el señor de los trajes carece, no solamente del mínimo de integridad exigible para alcanzar tan alta magistratura, sino también de la inteligencia necesaria para saber lo que, en su propio beneficio, le hubiese convenido hacer una vez desencadenado el lastimoso affaire de su fondo de armario. Nadie sensato piensa hoy que la falta de ejemplaridad, que diría la Casa del Rey, de los señores Camps y Costa se haya limitado a recibir regalos de mediano valor y dudoso origen a cambio de nada. Fuere el que fuere el resultado del juicio, la sombra del cohecho, del enriquecimiento ilícito, de la financiación ilegal del partido, de la corrupción en el más amplio de los sentidos, tardará mucho tiempo en abandonar a los políticos del PP valenciano, que se empeñaron en defender lo indefendible impulsados seguramente  por ese "espíritu de cuerpo" que tan extendido está entre nuestros políticos y que tanto daño ha hecho y hace al país.
Pero lo que más entristece a muchos es saber a ciencia cierta que ninguno de los partidos políticos que dicen servir el buen gobierno de nuestras instituciones resiste el más somero análisis de su gestión sin tener que repartir previamente pinzas para la nariz. Los "cien años de honradez", que según los miembros del PSOE eran la garantía que presentaba su partido en 1977, fueron el preludio de cuarenta años en los que la corrupción ha sido la constante identificadora de los gobiernos del puño y la rosa. La Cruz Roja, el Boletín Oficial del Estado, RENFE, la Guardia Civil, fueron algunos de los organismos en los que los gestores colocados por Felipe González nos dieron unas lecciones magistrales del arte de las mangancias y los latrocinios. Los negocios de "el henmamo de su henmano" dieron al traste con cualquier pretensión que pudiera haber tenido Alfonso Guerra de pasar "limpio" a la historia. Pero quizás seamos los andaluces los que hemos tenido que contener las arcadas  más veces. Los cuarenta años de gobierno socialista en nuestra comunidad han estado jalonados por mil escandalosos asuntos que ni siquiera el poder omnímodo del régimen, encabezado durante una eternidad por mi paisano Manuel Chaves, pudo evitar que saliesen a la luz. El heredero de Chaves, el muy anodino señor Griñán, está pasando los últimos meses de su reinado chapoteando en el fango de los ERE, de los negocios del Clan Chaves y de los mil asuntos sucios de los munícipes socialistas. Nadar en ese cúmulo de basura no debe ayudarle a conciliar el sueño, pero lo que quizás le esté obligando a  tomar cada noche una buena cantidad de somníferos es el salto a la luz pública del asombroso negocio del antiguo Director General de Trabajo de la Junta, Francisco Javier Guerrero, y  su chofer, Juan Francisco Trujillo. El glorioso y afamado director general de los ERES, que durante una decena de años manejó con la liberalidad de un Craso muchos millones de euros del erario público en beneficio de sindicalistas y amiguetes diversos, concedió a su conductor "subvenciones fáciles" por más de un millon de euros  y luego los dos compartieron  amigablemente la cocaína y otras "delicias" compradas con tan honorables dineros. El asunto es tan repugnante que hasta el más infame de los socialista no podrá dejar de sonrojarse cada vez que vea los titulares de los periódicos.
Triste país el nuestro que, tras cuarenta años de "democracia", solamente ha conseguido llegar a estos alegres "días de caviar y coca".

viernes, 24 de octubre de 2014

A propósito del Ébola

El reciente, todavía de actualidad, episodio de infección por el virus  del Ébola en el hospital Carlos III me reafirma en lo que hace ya casi un año escribía en estas páginas  acerca de la relación esquizofrénica  del hombre moderno con la enfermedad. 


El imperio del "bienestar"


jueves, 14 de noviembre de 2013

Desde mi más tierna infancia (precioso tópico ese de la tierna infancia) me fastidian enormemente algunas de las constantes del comportamiento humano. Me estoy refiriendo específicamente a la tendencia a ocultar, obviar, camuflar, negar, cuanto de duro, difícil o amargo tiene el discurrir de nuestra vida en este hermoso valle de lágrimas. Solamente las melancolías de los enamorados parece tener derecho a escapar a la alegría y luminosidad que exigimos a todo lo que nos rodea. En la obsesión por lo bueno, bonito y barato que se ha adueñado de las sociedades desarrolladas, las desgracias solamente son admisibles a la hora del telediario y siempre a condición de que los desgraciados sean “otros” y de que se nos presenten sus males de forma "civilizada".

Nunca he podido aceptar la tendencia a considerar la muerte como un tema proscrito de nuestras conversaciones, como algo en lo que es mejor ni siquiera pensar, como materia que exige de los eufemismos para enmascarar sus realidades, como un asunto del que los niños no deben tener noticia hasta que sean bien grandecitos. Parece que la gente cree que hablando de ¿¿¡¡víctimas mortales!!?? ya no hay muertos en las carreteras o que  mirando hacia otro lado al pasar por el cementerio se puede alcanzar la inmortalidad. Esa búsqueda del disfraz puede que explique el que ya no existan en los periódicos notas necrológicas, ahora tienen “obituarios”. Necrológico era un término demasiado fúnebre, familiar para el hombre vulgar y el cultismo siempre ha sido muy útil en el camuflaje de las realidades de la vida: óbito, defunción, deceso, fallecimiento, o incluso exitus. Todo vale, incluso el denostado latín, antes que nombrar a la bicha, perdón he querido decir a la muerte.

En lo referente a la enfermedad, otro de los grandes tópicos de nuestro tiempo, existe una curiosísima dualidad. Las enfermedades leves, y las crónicas, se han convertido en un tema banal en la conversación de las gentes. Se puede competir públicamente, en los supermercados, en las salas de espera de los centros de salud o en las colas de los cines, para hacer valer la grandeza de los respectivos currículos sanitarios, para loar lo abultado de las historias clínicas. Es algo asombroso, pero parece que son muchos los que consideran que a más enfermedades y a más pastillas, ¡más caché! Otro gallo canta cuando el mal supone un peligro para la vida. Del regodeo goloso en la nomenclatura de las enfermedades se salta rápidamente al tabú. Si hemos de creer a nuestros medios de comunicación, la gente nunca muere de cáncer sino de "larga y penosa enfermedad". Pero no son los medios los únicos que huyen de la realidad. Hay muchos enfermos que prefieren que los médicos no sean demasiado explícitos cuando les comunican sus diagnósticos y son muchedumbre los que rechazan que les digan la verdad respecto al pronóstico. Retrata muy bien nuestra sociedad el terror que despertó en su momento el SIDA. El terrible mal hizo su aparición en una época en que los habitantes del mundo desarrollado estaban convencidos de que las muertes por enfermedades infecciosas eran cosa del pasado y que, salvo casos de mala suerte, todo podía arreglarse con una buena ración de antibióticos. Grande el error y grande el castigo. Pero aún nos quedan cosas muy curiosas por ver en este asunto. Mucho está costando vencer el VIH, pero ya tenemos algunos resultados muy interesantes y  los avances logrados en el tratamiento han sido acogidos con un suspiro de alivio muy justificado, pero he aquí que el alivio va unido a un peligroso retorno a la creencia de que todo se puede arreglar con unas cuantas pastillas. Por ello la primera respuesta  al avance terapéutico ha sido el abandono de las precauciones higiénicas básicas por una buena parte de los que están inmersos en conductas de riesgo. No hay que asombrarse. Se trata de una constante en la historia de la humanidad. El miedo, la negación y la imprudencia han marcado, marcan y marcarán siempre la relación del hombre con la enfermedad.

Otro tema vedado durante años fue la pobreza. En las sociedades del bienestar no se podía aceptar la existencia de pobres. Salarios sociales, programa de integración social, sanidad y pensiones no contributivas, subsidios de mil tipos. Todo ello con la loable intención de evitar sufrimientos pero también con el hipócrita objetivo de eliminar de nuestras vidas el desasosiego que produce la contemplación de la desgracia ajena. Y debo resaltar lo de la contemplación ya que nunca como en nuestros tiempos se ha cumplido más a rajatabla ese dicho tan cargado de cinismo y de verdad: “Ojos que no ven, corazón que no siente”. La actual crisis económica ha puesto en entredicho la capacidad del estado para mantener el medianamente aceptable nivel de bienestar general que habíamos logrado, ahora resulta inútil intentar esconder la pobreza. La reacción de una buena parte de la población está siendo una mezcla de justificado temor con una afectada indignación basada en la desmemoria y alimentada por intereses políticos. Todo vale menos asumir que la única solución a la crisis social actual es repartir entre todos los daños producidos por la catástrofe. Basta oír a los representantes de cualquier colectivo al que se pide un sacrificio para darse cuenta que todos creemos que  los sacrificios deben ser solamente para “los otros” ya que todos estamos convencidos de que "la enorme importancia de nuestra función social" no admite recorte alguno. Todo el que tiene voz se lamenta de la pobreza de los excluidos, pero todo el que puede hacerlo  olvida contribuir con su grano de arena para evitarla.

sábado, 26 de abril de 2014

La enseñanza en Uruguay. Nada nuevo bajo el sol.

El mito del país culto y educado se cae a pedazos*
Jorge Barreiro

Si educar consiste en la preparación para la vida en común de los más jóvenes por los más viejos –una tarea bastante más vasta que la mera formación, aunque es habitual que se confunda a una con la otra–, los adultos en general, y no sólo los docentes, somos responsables de la mala educación

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Hace cuatro años escribí las líneas que siguen a raíz de la renuncia a su cátedra de un profesor de la Facultad de Derecho que así pretendía llamar la atención sobre el penoso nivel académico y cultural de los estudiantes que ingresaban a laUniversidad. Como la decadencia del nivel educativo no ha hecho más que acentuarse, tal como se encargaron de señalar en estos días varios responsables de la educación pública y privada, vuelvo a publicarlo con algunas modificaciones.

Cito apenas un pasaje de la carta de renuncia del profesor Juan Pablo Cajarville: “Lamentablemente debo decir que (…) el nivel de la enseñanza ha descendido hasta tal punto que, salvo contadísimas excepciones de algunos estudiantes que por ventura aparecen, las clases deben necesariamente limitarse a una mecánica repetición de conceptos cada vez más elementales y los períodos de exámenes son ocasión de reiteradas y profundas decepciones. Si esto ocurriera sólo conmigo, pues entonces razón de más para renunciar. Lamentablemente, me consta que la misma comprobación la comparten muchos profesores de la casa”.

Como suele decirse, Cajarville puso entonces el dedo en la llaga. Hoy, cuatro años más tarde, lo vuelven a poner otros. La directora de un liceo de Montevideo, que estuvo a punto de ser linchada por los populistas vernáculos, incurrió en la osadía de denunciar que, en nombre de una mal entendida “inclusión” de todos, se estaban degradando a niveles lastimosos las exigencias académicas para pasar de curso. Un decano advirtió que más del 80% de los estudiantes secundarios que accedían a la Facultad de Ingeniería carece de los conocimientos básicos de matemáticas como para emprender la carrera y otros aseguran que un porcentaje similar es incapaz de interpretar adecuadamente un texto. Al parecer, la enseñanza privada, de la que proviene aproximadamente la mitad de los estudiantes universitarios, no escapa al marasmo. El difundido lugar común de que los uruguayos constituyen un pueblo culto y educado se cae a pedazos.

Los síntomas que describen unos y otros son alarmantes, pero parecen reducir el problema de la pésima formación de los estudiantes a un asunto interno de las instituciones educativas. El origen del mal residiría, a su juicio, en el descalabro de la enseñanza media, que habría reducido sus exigencias académicas y puesto el listón para aprobar un curso a la altura de un zócalo. Sin embargo, aunque tentador, es demasiado cómodo atribuirle todos los males a nuestras instituciones escolares, que son responsables de unos cuantos como para que además les endilguemos aquellos que prosperan fuera de las aulas, que son, me parece, los que nos pueden suministrar pistas sobre la escasa disposición al estudio, cierta celebración de la ignorancia y el desdén por el saber de los que se ufanan muchos jóvenes. La “cultura de masas” de la que se nutren nuestros imberbes circula fuera de las escuelas y liceos y no la han concebido los docentes. Si educar consiste en la preparación para la vida en común de los más jóvenes por los más viejos –una tarea bastante más vasta que la mera formación, aunque es habitual que se confunda a una con la otra–, los adultos en general, y no sólo los docentes, somos responsables de la malaeducación.

No es que quiera transformarme en abogado de nuestra enseñanza vareliana. Sólo quiero advertir que resulta algo grotesco rasgarnos las vestiduras por la decadencia de la educación y al mismo tiempo ignorar olímpicamente la atmósfera social y cultural en la que crecen nuestros hijos. El sistema educativo formal padece una hiperinflación de exigencias. La enmienda de casi todos los desarreglos gestados en la sociedad es sistemáticamente incluida en la ya extensa lista de deberes de ese sistema.

Para empezar, resulta llamativo, por decir lo menos, que quienes acatan los cánones de la corrección política imperante no establezcan siquiera una vaga relación entre el mimo y la condescendencia que se le dispensa a la juventud y la cada vez menor exigencia académica de los docentes. Esa misma corrección política condenará por autoritario y/o elitista a quien sugiera que los educandos también tienen que poner “algo” de sí para acceder al conocimiento. Por ejemplo, la disposición a someterse a la traumática experiencia de leer un libro o la dolorosa renuncia a un par de horas de Facebook. Salvo que se piense en el estudiante en términos de mero receptáculo pasivo de datos y conocimientos que los docentes deben llenar como se llena un tanque de gasolina, habrá que concluir que no es posible hacer recaer la tarea educativa exclusivamente en estos últimos. Sin embargo, los manuales de Instrucciones para el Adulto Moderno y Progresista no incluyen entre sus recomendaciones el recordarle a los jóvenes que el saber no es un producto que se compra hecho, como los i-Pod o los mp3, que el acceso al conocimiento depende en buena medida del propio esfuerzo y que casi nunca consiste en esa diversión en la que al parecer quieren convertirlo algunos pedagogos. Es posible que esta sensibilidad contemporánea, que ha convertido a los infantes y jóvenes en objeto de culto, lisonja y veneración también sea una reacción a cierta brutalidad y autoritarismo de un tiempo en el que se creía que la letra con sangre entraba. Ya no ocurre eso, afortunadamente. Pero ahora asistimos a la ilusión de que el aprendizaje puede ser una fiesta, con premios a fin de curso incluidos.

Este espanto frente al esfuerzo y el trabajo, inherentes a la tarea de aprender, tampoco debe atribuirse exclusivamente a las fallas del sistema educativo. Es propio del paradigma del consumo reinante. Cuando la satisfacción inmediata de cualquier deseo o capricho está socialmente legitimada y ningún esfuerzo vale la pena si no trae consigo un beneficio instantáneo, es normal que los jóvenes también apliquen esos criterios al estudio. Pero acceder al conocimiento es un asunto arduo y complejo, duro por momentos, que lleva tiempo y paciencia y no hay ardides didácticos que puedan convertirlo en un quehacer divertido. Un buen docente puede hacerlo ameno e interesante y un padre podrá suscitar la curiosidad intelectual de sus retoños, pero ninguno de los dos podrá “contarle” la teoría darwiniana de la evolución de las especies o el impacto de la Ilustración en Occidente en los diez minutos de atención que están dispuestos a prestarle. Hay objetos de estudio que son complejos y sólo se los puede simplificar al precio de falsearlos.

Pensándolo bien, aunque este mal prospera fuera de las aulas, las instituciones escolares contribuyen a consolidarlo cuando, en defensa de una incierta “inclusión” de todos y para “que nadie quede rezagado”, muestran una pasmosa benevolencia a la hora de calificar los conocimientos de los estudiantes. Pero si trascendemos las apariencias y los discursos estandarizados, la invocación de la “inclusión” social para justificar el poco rigor examinador de los docentes, se revela exactamente como su opuesto. Porque esa benevolencia es puro paternalismo. En el fondo, lo que late detrás de esa condescendencia es la idea de que a los hijos de las familias pobres no se les puede exigir demasiado, porque, víctimas al fin, estarían inhabilitados para acceder a cualquier saber más o menos complejo. Cuando, en rigor, el mejor estímulo para un estudiante que vino al mundo en un hogar de bajos recursos (económicos y educativos) es plantearle los mismos desafíos que a cualquier otro, cuanto más altos tanto mejor. El mensaje debería ser: ‘no te lo vamos a poner fácil, porque no eres menos que nadie y eres tan capaz como cualquier otro’.

Tampoco viene a cuento escandalizarse ante el escaso amor por el conocimiento cuando el mensaje que se envía a los jóvenes es que éste es apenas un medio para procurarse bienestar material. La idea de que la educación debe ser tributaria de las demandas del mercado de trabajo ya forma parte del sentido común. Nadie la discute. ¿A qué fingir sorpresa entonces? Si ser una persona culta no es un fin en sí mismo, sino que ha sido degradado a la categoría de mera herramienta, a un medio para fines ulteriores, nadie debería sorprenderse de que los estudiantes apelen a cualquier triquiñuela para superar algo que perciben como un incordiante peaje que hay que pagar para acceder al premio gordo. ¿Por qué no copiar durante un examen? ¿Por qué no estudiar en esos incomprensibles pero sencillos apuntes del vecino? ¿No se les ha dicho hasta el hartazgo que “no hay más remedio” que ir al liceo para que en el futuro se les abran las puertas del mercado de trabajo? ¿No se pone como loco el pater familias cuando escucha que sus hijos quieren estudiar antropología o literatura, que “¿me querés decir para qué carajo le van a servir en la vida?”. No hay con qué darle: nosotros mismos no estamos convencidos de que ser más cultos sea un fin en sí mismo y necesitamos encontrarle alguna utilidad a la comprensión de por qué el sol sale cada mañana o de por qué a Aristóteles se le ocurrió escribir su Etica ... (seguro que no tenía nada útil que hacer). Pero tal vez el conocimiento científico o la sensibilidad estética que nos permiten comprender los misterios de la naturaleza y gozar de una pieza musical o de una buenanovela no necesiten justificarse por su incierta utilidad. Útiles, lo que se dice útiles, no son. Y sin embargo nos humanizan, porque nos permiten trascender nuestra condición animal, ampliar nuestra libertad y a la postre nos pueden hacer mejores individuos y ciudadanos. ¿Acaso se necesitan mejores razones para hacer el elogio de la educación?

A juzgar por lo que se ve y se oye, sí: hacer dinero, la actividad instrumental por excelencia. Cuando un padre asegura que a su hijo ‘le va bien’, muy a menudo quiere decir que tiene un empleo bien remunerado. He aquí el gran mensaje, el gran señuelo con el que pretendemos seducir a nuestros adolescentespara que estudien: acceder al bienestar material, que no necesariamente conduce al bienestar a secas. Pero las evidencias indican que hasta el más lerdo de nuestros adolescentes intuye que nadie se hace rico estudiando (a lo sumo podrá acceder a un puesto de trabajo que le permita vivir razonablemente bien… y a veces ni eso). Pero para hacer dinero hay que seguir la vía Paco Casal (por cierto, una encuesta reciente indica que Paco Casal es percibido por nuestros jóvenes como el paradigma del empresario moderno). Un buen número de los que pasaron por la Universidad también ha descubierto que la academia puede darles satisfacciones de diversa naturaleza pero no necesariamente materiales.

El relativismo imperante viene a completar un paisaje desolador que en nada contribuye a convencer a las personas de que en el estudio riguroso y sistemático se pueden hallar explicaciones a las perplejidades del presente o que ser más cultos puede ser una experiencia gozosa que contribuya a la autorrealización de las personas. Cuando la verdad es un asunto de puntos de vista, entonces se comprende el escepticismo frente al estudio. Cuando me refiero a la verdad no estoy pensando en una verdadmayestática con artículo determinado, que pertenece más bien al reino de la teología. Ni imaginar una respuesta a la pregunta de qué es la verdad, sino, más modestamente, si podemos saber si algo es verdad o no. Si no podemos saberlo, tampoco resulta descabellado desdeñar el estudio, la interrogación o la búsqueda de explicaciones.

Cuando una opinión o una creencia valen lo mismo que un razonamiento fundado, cuando la superstición es tan respetable como los criterios científicos, cuando se está convencido de que la razón vale tanto como “los sentimientos” o las intuiciones a la hora de laudar sobre la pertinencia de cualquier juicio científico o político o un charlatán goza de la misma atención en la televisión que un sabio y asistimos a la multiplicación de programas en los que el mejor y el peor, lo bueno y lo malo o lo verdadero y lo falso se deciden por votación popular, la ignorancia puede terminar elevándose a sabiduría alternativa. Hay que avisar que en el terreno del conocimiento no rige la democracia plena, hay jerarquías. No vale lo mismo un saber contrastado (siempre revocable y provisorio naturalmente) que el palabrerío de un astrólogo.

Me parece propio de ciegos no darnos por enterados de que todos estos fenómenos de civilizada incultura a los que están sometidos nuestros jóvenes y adolescentes tienen mucho que ver con la desvalorización del conocimiento y la cultura en general. En ese contexto, el naufragio del empeño educativo no debería sorprender tanto. No dispongo de ninguna receta para superar el descalabro. Tampoco niego que las instituciones escolares tengan su cuotaparte de responsabilidad y un importante papel que desempañar en la lucha contra la mediocridad cultural, pero no nos engañemos, la escasa atracción que ejerce sobre los jóvenes la perspectiva de convertirse en personas cultas y el lamentable nivel académico del que ahora se alarman tantos no se superarán con una nueva reforma progresista ni con el 45% del PBI para la educación ni con otra distribución del poder en las instituciones educativas. Las raíces de esas plagas están en otra parte, casi por todas partes.



* Publicado originalmente enhttp://jorgebarreiro.wordpress.com/2011/08/18/edukasion/

lunes, 20 de enero de 2014

Las barras de sangre y el telediario

Los años me han hecho desconfiado. Me resulta muy difícil aceptar que en los informativos de  las emisoras de radio y televisión, cuando de temas de política nacional se trata, exista la neutralidad o la improvisación inocente. Son demasiadas las  horas acumuladas en el ejercicio de la función de espectador y oyente, muchas veces insoportable por la impotencia a que nos vemos reducidos, para aceptar sin ningún reparo lo que los presentadores y locutores de turno nos muestran y relatan en los telediarios y boletines informativos. La elección de los titulares, el orden de presentación de las noticias, el tono de la locución, todo forma parte del mensaje. Incluso los detalles y matices  en la forma de presentar la información que a algunos pudieran parecer carentes de la menor  importancia suelen esconder mensajes subliminales  y sesgos ideológicos mas o menos tolerables.
Hace ya muchas semanas que observo como en los telediarios de la 1 de TVE se utilizan como fondo de pantalla las banderas nacionales de los países a los que la noticia hace referencia. El efecto está muy logrado: Un par de banderas de barras y estrellas ondean tras el presentador que nos informa de algún asunto relacionado con el presidente Obama o con cualquier otra noticia de la actualidad norteamericana. La bandera alemanas, la Unión Jack, la tricolor francesa y otras muchas ondean cuando la noticia atañe al correspondiente país. No creo que nadie tenga nada que objetar a esa forma de "decorar" las noticias y a mí me parece muy lograda estéticamente. Pero esa exhibición de símbolos nacionales acoge en su seno algo que me irrita y me preocupa.
La bandera catalana, la de las cuatro barras de sangre, es posiblemente una de las enseñas más antiguas de Europa y a mí me parece especialmente bella. Me gusta verla ondear en los lugares que le corresponden, aunque a veces me duele ver que en muchos despachos oficiales y edificios de la administración catalana no ondea en compañía  de la bandera nacional.  Comprendo el orgullo que sienten los catalanes al saber que su bandera es un símbolo cargado de historia que ciertamente contrasta con la "juventud" del resto de las banderas de las regiones autónomas españolas. Pero la antigüedad y la belleza no justifican los usos inapropiados.
Cuando en ese  mismo telediario  de la 1 las noticias son de índole nacional no hay banderas. Sea cualquiera que sea el tema de la información, las banderas de Andalucía, de Galicia, de Asturias y de las otras comunidades no lucen a la espalda del presentador de turno. Imagino que los realizadores del informativo no quieren abusar del hallazgo decorativo y prefieren presentaciones menos "heroicas" para los asuntos domésticos . No habría nada que objetar si no existiese una excepción a la regla: Las noticias de Cataluña tienen como fondo dos magníficas "señeras". ¿Quizás el realizador considera que Cataluña no entra en lo doméstico? ¿Tienen los asuntos  catalanes la consideración de extranjeros para la 1 de TVE ?. ¿El gobierno del PP nos prepara para el futuro inmediato? Creo que el asunto debe llevarnos a la reflexión. Luego cada cual debe interpretarlo según su sabio y noble entender.

jueves, 9 de enero de 2014

Cataluña en el recuerdo

Los acontecimientos protagonizados durante los últimos meses por el Sr. Mas y sus adláteres refuerzan la actualidad de lo que yo escribía en este blog hace bastantes semanas: 

 

domingo, 23 de septiembre de 2012


Adiós, Cataluña, adiós.

Una multitudinaria, y bien organizada, manifestación independentista ha venido a recordarnos a todos los españoles algo que muchos de nuestros líderes no quieren oír pero que los políticos catalanes, y la inmensa mayoría de los directivos y portavoces de las instituciones publicas y privadas de Cataluña,  nos vienen repitiendo día tras día, mes tras mes, año tras año: Cataluña no tiene encaje en España. Los catalanes no se sienten españoles. Cataluña está siendo expoliada por España. Cataluña tiene derecho a un estado propio. Cataluña quiere ser independiente de España.
No creo que  sea conveniente, ni viable, obligar a nadie a ser español, ni francés ni catalán, y todos los nacidos en España tenemos derecho a renunciar a la nacionalidad y buscar mejor acomodo en el concierto de los pueblos. Otra cosa es la segregación de un territorio, que durante muchos siglos ha formado parte de un estado, para constituir una nueva nación independiente. Cataluña no es una finca de los partidos políticos y si existe una titularidad de los derechos de propiedad del territorio esta corresponde a todos y cada uno de sus habitantes. No creo que todos los catalanes sean partidarios de la separación de España y me preocupa la manera en la que sería posible, llegada la secesión, salvaguardar los derechos de los que se sienten españoles. No sé, ni creo que nadie sepa, cual sería el tanto por ciento de independentistas necesario para justificar moralmente la toma de una decisión de tanta transcendencia para unos y otros. Es claro que los políticos arrimarán a sus sardinas las condiciones para que las mayorías necesarias se dispongan como convengan a sus intereses, sin reparar en zarandajas morales y otras cuestiones humanas políticamente intrascendentes.
Con la misma timidez y la misma dispersión de siempre, dirigente políticos e intelectuales de todas las raleas han salido al paso de la reclamación catalanista con los argumentos mil veces repetidos: La falsificación de la historia que hacen los nacionalistas, el victimismo económico carente de fundamento, la imposibilidad legal de la secesión, la solución federal de los problemas del estado, etc. etc. Es increíble que señores tan sesudos no se hayan percatado todavía de que el independentismo actual de Cataluña, y el de otras regiones de España, está blindado ante la razón y es insensible a las razones. Treinta años de lavado de cerebro en las escuelas y la utilización masiva de los caudales públicos en favor de todo lo catalán y en contra de todo lo español, han hecho surgir nacionalistas radicales incluso en familias de inmigrantes  cuyas raíces están aun muy vivas en otros lugares de España. Creo que es inútil intentar remediar ahora lo que los errores de nuestra, tan alabada como colmada de barbaridades, transición a la democracia estropeó. Para desgracia nuestra, la cosa ya no tiene arreglo.
Tal como, con otros fines, afirmaba hace pocos días el Sr. Mas, creo que somos muchos los españoles que estamos cansados. Estamos cansados de la reivindicación continua de privilegios económicos por parte de esas que se convino llamar nacionalidades históricas. Estamos cansados de que se nos considere responsables malintencionados de pretendidas desgracias ajenas. Estamos cansados de someternos a las extorsiones de unas gentes que extienden una mano para exigirnos dinero y con la otra nos hacen higas y cortes de manga. Estamos cansados de que se nos ofenda sistemáticamente atacando nuestros símbolos nacionales mientras se nos pide que respetemos y reverenciemos los ajenos.  Creo que ha llegado el momento de que los catalanes, que siempre han exigido el derecho a decidir, decidan:  Una de dos. O dentro de España en igualdad con el resto de los españoles o fuera de España.
Pero una cosa debe quedar clara:  Fuera de España significa fuera de España. Me producen estremecimiento algunas de las cosa que hemos oído en el pasado y que se están repitiendo estos días: Según algunos políticos  de C. y U. y de otros partidos catalanes, la Cataluña independiente mantendría unas relaciones muy estrechas con España y, atendiendo a algunos significados líderes del mundo del fútbol, aunque Cataluña llegue a ser independiente y con federaciones deportivas propias, el Barcelona seguirá compitiendo en la liga  española de fútbol. etc. etc.  Vamos allá, algunos quieren teta y sopas y suspiran por poder oír misa y repicar. Juraríamos que muchos de los catalanes partidarios de la independencia no lo son tanto a la hora de buscarse la vida al margen de España. Me recuerdan estos señores a esos hijos de familia que se independizan de sus padres para no contribuir a la economía familiar ni tener que acatar las normas de la casa, pero que  siguen comiendo la comidita de mamá cuatro o cinco días por semana y todos los sábados siguen llevando la ropa sucia a la casa paterna  para que se la laven y se la planchen. ¡No!. No me opongo a que los catalanes se separen de España, pero antes tienen que comprender y aceptar que situarse fuera de España implica no esperar que Barcelona siga siendo la capital mundial de la edición de libros en lengua española. Fuera de España implica que muchos españoles preferirán comprar un coche fabricado en Valladolid, Valencia o Vigo antes que uno salido de una fábrica de Barcelona. Fuera de España implica que serán cientos de miles los titulares de cuentas de la Caixa que las cancelen para llevar sus dineros y sus nóminas a otras entidades. Fuera de España implica que las empresas con domicilio fiscal en Cataluña serán foráneas para España y para los españoles. Fuera de España es fuera de España, mis queridos compatriotas catalanes. Y no creo que necesitemos recordar a los orgullosos señores de las cuatro barras de sangre que para ser miembro de la Unión Europea hay que contar con la opinión favorable de los demás países, España entre ellos.

sábado, 27 de octubre de 2012


Mis mejores deseos para Cataluña.

Muchas veces he manifestado la inconveniencia y la imposibilidad de obligar a nadie a sentirse español. Los catalanes parece que están llegando, de forma casi unánime, a un acuerdo para denostar a España y a todo lo que de ella les llega y para reclamar un estado catalán independiente, estado que sin lugar a dudas estará preñado de bienestar y progreso.
Yo no me siento ya con fuerzas para intentar rebatir los argumentos en que asientan esas falsas historias de Cataluña y España que, gracias a una impresionantemente bien implantada Formación del Espíritu Nacional (espíritu catalán y nación catalana, naturalmente), han impregnado el alma de una población que, curiosamente, está formada en más del cincuenta por ciento por inmigrantes del resto de España y sus descendientes de primera y segunda generación. Tampoco me considero capaz de rebatir esa falsa historia económica que convierte a los catalanes en las víctimas humilladas  de una depredación implacable, practicada por los castellanos y sus adláteres (léase, por los españoles todos) desde el principio de los tiempos. Creo que a los cantos patrióticos y las leyendas  histórico-políticas de ese pueblo cultísimo, martirizado por muchas generaciones de sádicos celtibéricos carentes del seni catalán, solamente podemos responder con nuestros mejores deseos para la nueva nación  y, una vez se consume la secesión,  esforzándonos en olvidar lo antes posible de la agresión constante a la que nos han sometido durante decenios.
Deseo de todo corazón  que los catalanes puedan vender todos sus productos, agrícolas e industriales, sin tener que rebajarse tratando con miserables compradores españoles. Deseo a los catalanes con el alma en la mano que, en enaltecimiento y protección de su lengua, sus gobernantes prohíban la impresión, en todo el territorio catalán, de escritos en lengua española  y castiguen con penas de prisión, o con la amputación de una oreja, la difusión de cualquier mensaje en tan repugnante idioma. Deseo fervorosamente que los catalanes encuentren una droga que ingerida por niños y adultos (obligatoriamente, claro) les haga vomitar cada vez que, inconscientemente, pronuncien una palabra en la lengua de Cervantes. Deseo sinceramente a los catalanes que los alemanes tengan a bien cambiar el nombre de SEAT por el de SCAT, aunque resulte menos eufónico, y que estén igualmente de acuerdo en reducir la producción de la fábrica de Martorel para adaptarla a la pérdida del despreciable mercado español. Deseo a los catalanes sin ninguna doblez que puedan transformar La Caixa en el Banco Nacional de Cataluña, aunque algunos españoles cancelemos nuestras cuentas. Deseo venturosamente a los catalanes que los ugandeses, libaneses, malteses y otros grandes pueblos declaren el puerto de Barcelona de interés para sus naciones, y así poder compensar la previsible disminución del tráfico de esa instalación marítima cuando deje de ser una de las más importantes puertas de España. Deseo cordialmente que los Catalanes encuentren la forma de que el AVE (deberán cambiarle el nombre, naturalmente, ¿AVC?) que comunica sus cuatro capitales de provincia logre alguna subvención (de Arabia Saudí, por ejemplo) para poderlo mantener en funcionamiento cuando el resto de los españoles dejemos de costear su déficit. Deseo ardientemente a los catalanes que los franceses cambien sus gustos en cuestión de chacinas y embutidos para que los señores de Casa Taradellas, Casademont, y otros muchos industriales, tengan la posibilidad de vender sus salchichones y butifarras antes de que se pudran en sus almacenes. Deseo con la mayor humildad que todos los vinateros del Penedés  encuentren mercado para sus tintos, blancos  y espumosos sin tener que entenderse con los tiranos incultos que durante siglos han esclavizado a su pueblo y se han bebido sus caldos. También deseo a los catalanes que su red de embajadas crezca hasta abarcar el universo entero y que la lengua catalana sea adoptada por la ONU como lengua única y oficial para la concordia universal.  Deseo igualmente que los catalanes disfruten la rebaja de impuestos, la subida de pensiones, las mejoras sin límites en la protección social, que el señor Mas y sus colegas les han prometido para el ansiado momento en que la noble tierra de las cuatro barras de sangre sea ya la Tierra prometida y los catalanes hayan arrebatado a los judíos su condición de pueblo predilecto del Creador. Deseo finalmente que los catalanes puedan cantar armoniosamente el himno de los segadores cuando crucen  los umbrales de la nueva Jerusalén llevando a la cabeza a su Moisés barcelonés (el abad de Monserrat a la limón con don Oriol Pujol escoltarán al Sr. Mas que marchará bajo palio de oro y brocado portado por legítimos herederos de Wilfredo el Velloso). ¡Gloria a la Nueva Cataluña! ¡Alabado sea el Señor y bendito su Santo Nombre!