viernes, 23 de diciembre de 2011

En loor del fumador.

Los humanos somos poco dados a aceptar de buen talante que se  nos retiren derechos, se nos prohíban usos o se discutan nuestras tradiciones. La historia es pródiga en ejemplos de las grandes dificultades que suelen entrañar para los gobernantes los intentos, generalmente amparados en motivos muy loables, de hacer desistir a sus gobernados de algunos hábitos  más o menos reprobables y más o menos inveterados.
Sería maravilloso poder conocer los pensamientos que rondaba por la cabeza del  muy ilustrado don Leopoldo di Gregorio cuando, en los primeros días de abril del año 1776, embarcaba en el puerto de Cartagena rumbo a Nápoles. Seguramente el señor marqués de Esquilache, Squilacce en su italiano natal, estaría intentando digerir el que un vulgar tumulto protagonizado por el populacho de Madrid le hubiese hecho perder el favor de Carlos III y lo obligase a abandonar España.
Aquel afamado motín, que logró que el título de don Leopoldo haya estado desde entonces entre los más populares de nuestro país, tuvo su verdadero origen en la desesperación del pueblo por la carestía del pan, desesperación que fue convenientemente instrumentalizada contra el marqués por los intrigantes de palacio, pero fueron las ordenanzas que prohibían el uso de chambergos y capas largas las que actuaron como detonantes y desencadenaron la ira del populacho contra el todopoderoso ministro del rey. Las víctimas más directas de la algarada fueron un par de docenas de soldados de la odiada Guardia Valona, que pagaron con la vida el cumplir con su obligación de defender el Palacio Real; el populacho madrileño, como anticipo de un comportamiento que se generalizaría durante la invasión napoleónica, descuartizó y echó a la hoguera a los desdichados guardias que cayeron en sus manos.
Hay que  tener en cuenta que el denostado marqués, que había sido el artífice de las notables mejoras urbanísticas que hicieron que Carlos III pasase a la posteridad como "el mejor alcalde de Madrid", no era el padre de las ordenanzas que intentaban modificar el atuendo popular, su error fue empeñarse en hacer cumplir unas normas, vigentes desde tiempo atrás pero ignoradas por todos, que pretendían impedir que los maleantes escondiesen las armas bajo las capas y los rostros tras los embozos y las alas de los chambergos.
Desde hace muchos años, alcaldes y delegados gubernativos de toda España saben muy bien que cualquier intento de erradicar el consumo masivo de alcohol en la vía pública, consumo masivo que caracteriza a las populares botellonas, suele terminar en alteraciones del orden público (el clímax se alcanzó en los desórdenes acontecidos en  Cáceres en el año 1991).  Se trata las más de las veces de rebeliones que, salvando el hecho de que las muchedumbres desmadradas ya no descuartizan a los guardias, podríamos muy bien equiparar con el motín madrileño que acabó con la carrera española del marqués de Esquilache. Estos motines, que se han plasmado en numerosos enfrentamientos de los bebedores gregarios con las fuerzas de orden público, han logrado que las ordenanzas municipales que intentan combatir las botellonas sean, al menos en un buen número de nuestras ciudades, simples papeles mojados. Poco ha importado, ni importa, a los rebeldes alcoholófilos y a las claudicantes autoridades, que al amparo de los botellonas proliferen riñas con armas blancas que dejan cada año un buen número de muertos y heridos,  y que en ellos se inicien en un consumo desenfrenado de alcohol muchos de nuestros menores.
La resistencia violenta a los intentos de control del consumo de alcohol en la vía pública contrasta con la resignación educada y civilizada con la que los fumadores han ido aceptando los sucesivos envites a su libertad que el furibundo talibanismo antitabáquico ha ido propiciando al amparo de criterios sanitarios no demasiado científicos y a imitación del pseudopuritanismo anglo americano. Expulsados del interior  de bares y restaurantes, los sufridos consumidores de Ducados y L&M componen escenas  patéticas en las inefables terrazas improvisadas a las puertas de los establecimientos. Soportando el frío, el viento y la lluvia, aquellos que fueron siempre los más fieles y rentables clientes de la casa, contemplan por las ventanas unas barras medio vacías a las que ellos  no tienen acceso por estar reservadas para los enemigos del humo, que muchas veces brillan por su ausencia.
Es cierto que el consumo de tabaco no es recomendable, es cierto que la relación del tabaco con la EPOC y con el cáncer está claramente establecida, es cierto que en locales mal ventilados el humo del tabaco es inaceptable. Pero entre todo ello y la histeria del "fumador pasivo" que ha conducido a las prohibiciones actuales, media el derecho a gozar de esa libertad que permite a cada humano aceptar voluntaria y conscientemente los riesgos  que conllevan una buena parte de sus actividades. sean estas laborales, deportivas o lúdicas. Sería maravillo que los enemigos del humo se mostrasen tan respetuosos con los derechos de los fumadores como respetuosos han sido ellos con unas normas que, con motivaciones pretendidamente sanitarias,  han cercenado sus libertades.

3 comentarios:

  1. La diferencia, don José Manuel, entre la botellona y el asunto de las capas y los sombreros es que aquélla es de apenas ayer, mientras lo otro constituía una tradición asentada. El repelente fenómeno de la botellona, por pertinaz que sea, es nuevo. Y no creo que sea tanto problema la aplicación de la ley: para eso se tiene a la policía; pero cuentan con la desigual, o más bien esporádica y finalmente nula observancia de la ley. En Sevilla empezaron aplicando la ley antibotellona en La Alfalfa (!) dando literalmente palos a los que estaban, si no en una terraza, en una situación similiar, eso al menos según mis noticias. Después de ese sonado debut, fue en declive el celo legal del Consistorio, hasta acabar permitiendo (y aun propiciando y, por supuesto, protegiendo) la botellona en la mismísima portada de la Feria. Y es que en España la autoridad (¡democrática!) tiene la errónea idea de que la ley es potestad y arbitrio suyo el aplicarla a capricho y/o conveniencia partidista, y no suele entender que es delito hacer dejación del cumplimiento de la ley por quien tiene el cometido de hacerlo.

    En fin, respecto a los fumadores, yo agradezco que en un restaurante no le entre a uno el humo del vecino de mesa mientras está cenando. Pero yo lo veo desde el punto de vista de la privacidad: los bares son propiedad privada de alguien y, por tanto, dependería de él dejar que en su casa se fume o no, el cliente puede obrar en consecuencia y abstenerse de entrar. Otra cosa son los edificios oficiales, y hospitales no digamos.

    Por cierto, lo de «rebeldes alcoholófilos» es un hallazgo.

    Para terminar, aprovecho la ocasión para desearle una muy feliz Navidad en compañía de los suyos. Un saludo muy cordial.

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  2. Mi estimado don Antonio, en esta entrada un exfumador,hace ya unos cuantos años que dejé el tabaco,intenta apoyar a los sufridos fumadores, maltratados por la progresía militante y abandonados por la mayor parte de los defensores de las libertades personales.

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  3. Don Antonio. Al terminar mi anterior comentario le di a la tecla "entre" antes de expresarle mis deseos de que 2012 le depare lo mejor y que las fiesta le sean lo menos lesivas que se pueda. Saludos cordiales

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