jueves, 15 de diciembre de 2011

Las reglas del juego.

Cuando reflexionan sobre las causas de la incapacidad de los españoles, incapacidad bien acreditada a lo largo y lo ancho de nuestra historia reciente, para convivir en paz y armonía, la mayor parte de los historiadores, sociólogos y demás expertos interesados en el asunto suelen centrar su atención en esos elementos que se han dado en llamar "hechos diferenciales de las nacionalidades y regiones del Estado Español" y, de forma más o menos explícita, proponen como solución del problema la disolución de los elementos integradores que, desde sus orígenes, han conformado España. Una disolución que se logra mediante el sencillo expediente de profundizar y acrecentar todo aquello que diferencia a andaluces de catalanes, a castellanos de gallegos, a vascos de catalanes, a gallegos de andaluces, etc.etc. etc. Amparados en esas premisas, que subyacen desgraciadamente en el fundamento de nuestro estado de las autonomías, los nacionalismos, secesionismos, regionalismos, federalismos, confederalismos y otros sistemas de "reconocimientos de nuestra pluralidad" han ido proliferando y han alcanzando unos niveles de fijación obsesiva en el propio ombligo que a cualquier observador externo le deben resultar cómicos o incluso esperpénticos.
Pero no todos los españoles creen que nuestro problema resida en la diversidad, y son muchos los que tienen puestos sus ojos en una curiosa virtud, que quizás sea la cualidad más extendida y homogénea de las que conforman la idiosincrasia nacional: Catalanes, castellanos, vascos, y el resto de los pueblos que se integran en el país, comparten la "tendencia compulsiva a incumplir las normas". Es una obsesión por jugar en fuera de juego que invade todas las facetas de nuestra vida: No creo que exista ningún país desarrollado en el que los automóviles campen a sus anchas por ciudades y carreteras con un desprecio tan absoluto a las normas de circulación como el que nosotros exhibimos. Y podemos estar seguros de que la mayor parte de los turistas que nos visitan contemplan con asombro como los indígenas dejamos con total tranquilidad las bolsas de basura fuera de los contenedores y tiramos al suelo toda clase de desperdicios, sin que tan cívicas acciones provoquen escándalo ni protestas. Y no digamos si, realizando un interesante experimento, intentásemos montar un botellón en alguna plaza de París, Londres o Roma; rápidamente descubriríamos que vecinos y autoridades locales nos harían saber, seguramente con escasa simpatía, que las normas de convivencia cívica hay que respetarlas, y no admiten lo que los hispánicos llamamos interpretaciones flexibles. Pero debemos dejar para otro día el análisis de estos comportamientos "urbanos", ya que no es el objetivo de hoy desgranar las mil y una barbaridades que, toleradas e incluso jaleados por muchos de nuestros gobernantes, agrian la convivencia en los pueblos y ciudades de España.
No escapa a nadie que si la conculcación de las normas por parte de los ciudadanos de a pie enrarece la convivencia entre vecinos, el incumplimiento de las leyes por parte de las autoridades y de las instituciones públicas es la mejor forma de facilitar la labor disgregadora de esos nacionalismos radicales que hasta fechas recientes se sabían en minoría y tenían que moderar sus pretensiones, y de hacer inviable cualquier intento de entendimiento entre las comunidades territoriales. Como muestra de la impenitente tendencia a saltarse las leyes a la torera podemos contemplar algunos de los acontecimientos que hoy ocupan las portadas de los periódicos y los titulares de los noticiarios de la radio y la televisión: Los juramentos solemnes, que en muchos naciones civilizadas son requisitos inexcusables en la toma de posesión de ciertos cargos públicos, no tienen desde hace ya muchos años significado religioso y, de hecho, en algunos países no confesionales en los que impera una indudable libertad religiosa no sorprende a nadie ver a un  político agnóstico, budista o animista jurando su cargo ante un crucifijo, o sobre una biblia. Todos entienden que se trata ceremonias basadas en la tradición que sirven para escenificar el compromiso, al margen de cualquier creencia religiosa, del juramentado con las obligaciones del cargo del que toma posesión. Pero los españoles somos distintos y, desde nuestra elogiada transición política, tuvimos que  adoptar las formulas alternativas de "jurar" y "prometer" para contentar a unos políticos que, con mentalidad decimonónica, eran incapaces de aceptar los formulismo basados en la tradición religiosa del país. Pero ni siquiera esa doble fórmula fue suficiente y pronto llegaron los que, para explicitar su rechazo al sistema, juraban o prometian por "imperativo legal". Tuvo que ser el Tribunal Constitucional, en uno de sus escasos acierto, el que dejase claro que, dado que promesa o juramento eran requisito obligatorio, todos, lo manifestasen en ese momento o no, juraban o prometían por imperativo legal. Con tamaña variedad de fórmulas a su alcance, es imposible comprender el guirigay que nuestros diputados electos han protagonizado durante su toma de posesión. Parece que  muchos de ellos buscaban la manera de mostrar su rechazo a las formas de  uso consensuado, y con ello hacer gala de su exclusiva y excluyente identidad. El Congreso de los Diputados es también el protagonista del segundo de los espectáculos "democráticos"  del día: El reglamento de la Cámara  deja bien claras las condiciones necesarias para formar grupos parlamentarios  y, de acuerdo con ellas, ni los diputados elegidos en las listas de Amaiur ni en las de UPyD reunen los requisitos para hacerlo. El asunto no tendría mayor transcendencia si no fuese por los antecedentes. En anteriores legislaturas ha sido una constante saltarse a la torera el reglamento para permitir que determinados partidos tuviesen grupo propio, al margen de que sus resultados electorales les diesen o no derecho a ello. A esa tradición, que podemos llamar  de la norma flexible, se acogen con toda razón los diputados del partido de Rosa Díaz  y los pseudodemócratas vascos. El PP, con mayoría absoluta en  la mesa del Congreso, es prisionero de los antecedentes y parece buscar, sin encontrala, una fórmula para negar la formación del grupo a los aberzales y permitírselo a los de UPyD. Se trata, sin duda, de una hermosa cuadratura del círculo  y el desencuentro ya está servido. Cualquiera que sea la resolución  que se adopte algunos de sentirán afrentados. Todo sería mucho más fácil si el reglamento se cumpliese siempre. Otro ejemplo de nuestra tragedia nacional lo encontramos en el caso Urdangarín. Todo, en  esa estúpida e infame historia, se nutre de  la facilidad con la que nos saltamos cualquier norma. La Casa Real no parece haber estado muy viva en la vigilancia y control de las actividades de sus miembros y, para muchos, esa ceguera ha sido algo que va mucho más allá  de lo culposo.  El señor duque y los gestores de bienes público, implicados en el escándalo de la "muy lucrativa" fundación y sus múltiples empresas "sin ánimo de lucro", obviaron al parecer todas las leyes que regulan el ir y venir del dinero y por último, y para mayor  divertimento del pueblo llano, los órganos judiciales, la policía y los medios de comunicación se han hecho unos  hermosos sayos con el secreto del sumario. ¡La Jefarura del Estado! ¡el Congreso de los Diputados! ¡los partidos políticos! ¡la justicia! ¡la policía! ¡los medios de comunicación! ¿Alguien cumple alguna norma en esta España de nuestros amores y de nuestros pesares?

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